A veces necesitas algo que te ayude a levantarte de la cama, a hacer frente al día por delante. Entonces, puedes pensar en el alivio madrugador, en ese consuelo fiel parecido al del sexo, el que nunca falla cuando está entre tus manos y en tu boca.
Ese consuelo más inocente que sabe a infancia y que, si el cuerpo aguanta, volverá a ti en la vejez.
Puedes pasarte unos minutos mirando esa greca como de túnica romana o griega que recorre su perímetro; esos 12 agujeritos equidistantes en la parte interior de la circunferencia y otros cuatro más en un rectángulo que sirven de marco a su nombre: María. El nombre de María, que cinco letras tiene, la M, la A, la R la I la A, MA-RI-A, cantabas sin saber que le hacías un homenaje al alimento más humilde, al desayuno de ricos y pobres de tantas generaciones. MARIA, tan poderosa que todas las galletas redondas con sabor a vainilla heredaron tu nombre aunque no sean hijas legítimas.
Te levantas de la cama sabiendo que encontrarás su tacto entre los dedos, rugosa cuando palpas su nombre como escrito en Braille.
Oyes su crujir modesto cuando las partes de dos en dos o de tres en tres para que quepan en el vaso de leche templada; para que recojan mejor esa leche entre sus migas de esponja y espuma. Puedes echar tantas como el líquido lo permita y entonces María se convierte en una fiesta de tocayas que se mezclan, se enredan, se funden hasta que su identidad individual desaparece, como en una fiesta de adolescentes.
El ritual comienza con una sola galleta mojada poco a poco, mordisqueada poco a poco como para que no te llegue todo el sabor y toda la emoción de golpe. Hay que medir con precisión el tiempo de remojo para que la harina adquiera el punto adecuado, que se deshaga entre la lengua y el paladar con una mínima presión, pero que no se precipite dentro de la leche como un saltador de trampolín, en el viaje sobre la cuchara hasta tu boca.Después, ya estás preparada, ya sabes que nada ha cambiado y puedes tomarte la libertad de devorar a cucharadas la masa primigenia de diez doce o quince galletas que han dejado de ser galletas y se convierten en ese puré delicioso que de adultos ya no nos permitimos por miedo a volver a ser demasiado felices.
Te llevas la cuchara a la boca y la mezcla ya no sabe a leche, no sabe a María, sabe a energía infantil, a tarta de cumpleaños pobre, a tentempié en lo alto del monte, al bolso de la abuela donde se desmigaban antes de la merienda. Las has comido con mantequilla, con miel, solas y con chocolate, pero nunca supieron tan a prohibido como las que untaste de fuagrás para recuperaros de largas sesiones de amor y sexo adolescente al amparo de las interminables jornadas de trabajo de tus padres.
Escribes estas líneas y te preguntas dónde fueron a parar las mañanas en que te obligaban a desayunar antes de ir al colegio, dónde el trajinar de tu madre mientras te tomabas en silencio el tazón de leche con muchas galletas y te escabullías sin lavarte los dientes siempre que podías.
A veces necesitas algo que te ayude a levantarte de la cama pero no te atreves a darte el capricho de volver a ser niña; sabes que hay un consuelo que no te defraudaría, pero no hay nadie que te obligue a desayunar antes de salir a la calle. Te dejas llevar por el desánimo y preparas la cartera sin pensar. Pero no dejas de lavarte los dientes.