lunes, 30 de agosto de 2010

Sabor a ti

A Proust, con quien hubiera compartido miles de palabras con magdalenas
A veces necesitas algo que te ayude a levantarte de la cama, a hacer frente al día por delante. Entonces, puedes pensar en el alivio madrugador, en ese consuelo fiel parecido al del sexo, el que nunca falla cuando está entre tus manos y en tu boca.
Ese consuelo más inocente que sabe a infancia y que, si el cuerpo aguanta, volverá a ti en la vejez.
Puedes pasarte unos minutos mirando esa greca como de túnica romana o griega que recorre su perímetro; esos 12 agujeritos equidistantes en la parte interior de la circunferencia y otros cuatro más en un rectángulo que sirven de marco a su nombre: María. El nombre de María, que cinco letras tiene, la M, la A, la R la I la A, MA-RI-A, cantabas sin saber que le hacías un homenaje al alimento más humilde, al desayuno de ricos y pobres de tantas generaciones. MARIA, tan poderosa que todas las galletas redondas con sabor a vainilla heredaron tu nombre aunque no sean hijas legítimas.
Te levantas de la cama sabiendo que encontrarás su tacto entre los dedos, rugosa cuando palpas su nombre como escrito en Braille.
Oyes su crujir modesto cuando las partes de dos en dos o de tres en tres para que quepan en el vaso de leche templada; para que recojan mejor esa leche entre sus migas de esponja y espuma. Puedes echar tantas como el líquido lo permita y entonces María se convierte en una fiesta de tocayas que se mezclan, se enredan, se funden hasta que su identidad individual desaparece, como en una fiesta de adolescentes.
El ritual comienza con una sola galleta mojada poco a poco, mordisqueada poco a poco como para que no te llegue todo el sabor y toda la emoción de golpe. Hay que medir con precisión el tiempo de remojo para que la harina adquiera el punto adecuado, que se deshaga entre la lengua y el paladar con una mínima presión, pero que no se precipite dentro de la leche como un saltador de trampolín, en el viaje sobre la cuchara hasta tu boca.
Después, ya estás preparada, ya sabes que nada ha cambiado y puedes tomarte la libertad de devorar a cucharadas la masa primigenia de diez doce o quince galletas que han dejado de ser galletas y se convierten en ese puré delicioso que de adultos ya no nos permitimos por miedo a volver a ser demasiado felices.
Te llevas la cuchara a la boca y la mezcla ya no sabe a leche, no sabe a María, sabe a energía infantil, a tarta de cumpleaños pobre, a tentempié en lo alto del monte, al bolso de la abuela donde se desmigaban antes de la merienda. Las has comido con mantequilla, con miel, solas y con chocolate, pero nunca supieron tan a prohibido como las que untaste de fuagrás para recuperaros de largas sesiones de amor y sexo adolescente al amparo de las interminables jornadas de trabajo de tus padres.

Escribes estas líneas y te preguntas dónde fueron a parar las mañanas en que te obligaban a desayunar antes de ir al colegio, dónde el trajinar de tu madre mientras te tomabas en silencio el tazón de leche con muchas galletas y te escabullías sin lavarte los dientes siempre que podías.
A veces necesitas algo que te ayude a levantarte de la cama pero no te atreves a darte el capricho de volver a ser niña; sabes que hay un consuelo que no te defraudaría, pero no hay nadie que te obligue a desayunar antes de salir a la calle. Te dejas llevar por el desánimo y preparas la cartera sin pensar. Pero no dejas de lavarte los dientes.

jueves, 26 de agosto de 2010

Al filo

Es posible que aquella noche no durmiera bien. Puede ser que se levantara de madrugada a limpiar cristales bajo la mirada cómplice de la luna que la ayudaba a relajarse, o repasara con un cepillo de dientes las juntas de los baldosines de la cocina. Estas pequeñas manías la ayudaban a conciliar el sueño o a reconciliarse consigo misma, no lo sé. Desde que empezamos a vivir juntos me acostumbré a sus ausencias en la cama; mucho más me costó acostumbrarme a esas ausencias de uno o dos minutos en que su mente volaba a algún lugar mientras sus ojos me miraban sin verme; regresaba con un suspiro y trataba de retomar la conversación perdida allá donde la dejó, como si no viniera de tan lejos que me resultara casi imposible seguirla.
Se buscaría en el espejo del cuarto de baño y no se vería tan guapa como cuando se miraba en los escaparates de las tiendas durante aquel verano en Florencia, todo risas y reflejos. Se palparía las ojeras, las arruguitas que caminaban como ríos hacia las sienes, los labios descoloridos y secos de besos y palabras. Sin mirar, dirigiría la mano hacia el vaso de los cepillos de dientes y se toparía con el mango rayado y duro de la maquinilla de afeitar que delataba mi presencia y mi ausencia. Acariciaría el mango arriba y abajo sintiendo una leve cosquilla en la yema de su dedo índice, el que solía recorrer la silueta de mis cejas como dibujándolas.
Puedo imaginarla inclinando la cabeza hacia un lado y paseando el dedo arriba y abajo como si me acariciase. La tomaría después en su mano izquierda y la haría girar, miraría sus tres cuchillas paralelas a través del plástico protector y fingiría afeitarse las mejillas y el cuello. Seguramente cerraría los ojos y sentiría la caricia suave y segura; en algún momento se estremecería recordándome. Luego quizá fantaseara con quitar el protector y dejar que los dedos sintieran con cuidado el roce de las cuchillas.
Sin pensar, estaría ya mirando cara a cara a los tres filos escalonados; se fijaría en los bordes un poco más brillantes que el resto y frunciría la nariz al encontrar un pelo negro y puntiagudo como un cuchillo. Trataría de sacar con las uñas ese pedacito de mí, como si pudiera conseguir un ADN chivato que le contara porque la amé tanto, porque la dejé sin querer dejarla. El pelo, bien trabado entre la segunda y tercera cuchillas, no sería fácil de sacar y brotaría la primera gota de sangre de sus dedos, pero libre al fin, viajaría hasta su boca, lo pasearía por la punta de su lengua tratando de recuperar mi sabor.
Me la imagino dejando con cuidado el pequeño trofeo sobre la encimera de mármol y buscar, como si fuera miope, acercándose la maquinilla a los ojos, algún otro resquicio de deseo. Ya no la sostendría con la delicadeza del principio; la falta de sueño la habrá hecho más sensible al dolor y me estará odiando. Con las dos manos tratará de partir el mango rígido pero no lo conseguirá. Hubiera vuelto si me lo hubiera pedido; hubiéramos vuelto a caminar juntos si estuviera dispuesta a avanzar. Se quedó enredada en un mal pensamiento. Por mi culpa, sería por mi culpa.

“ Maldito capullo enano cabezón que se creyó que estaría siempre abierta para que pudiera vaciarse al llegar a casa se lo merece los ojos más bonitos los pellillos de las cejas su risa cuando me hacía cosquillas se afeitaba con cuidado las duchas juntos las vacaciones el sol el olor a sudor por las tardes la cama deshecha caliente llena de arrugas siempre tarde en el sillón con el fútbol flores para que le perdone capullo harta de planchar roncando mientras plancho los cuellos de las camisas los cristales siempre sucios se ven sucios con la luz de la luna flores para que le perdone...”.

Dejé algunas cosas en el armario y la maquinilla de afeitar en el vaso de los cepillos de dientes; hubiera vuelto si no gritara, si me lo hubiera pedido. Si hubiera dejado de llorar y de decirme que mataría a cualquier mujer que se me acercara, hubiéramos vuelto a dormir abrazados, pero ahora sólo puedo imaginármela mirando con rabia las cuchillas; apretando con furia la curva que une el cabezal con el mango, sosteniéndola tan fuerte que sus dedos quedarían estriados, marcados con el mismo dibujo rayado que tantas veces tuve entre mis manos por las mañanas.
No puedo imaginar el momento en que masticó con furia el protector de plástico; supongo que fue el punto desde el que no se vuelve. Masticó el protector y las cuchillas quedaron al aire para siempre.

La encontré al volver a casa para recoger mis cosas. Han hecho un buen trabajo; no se nota nada. Está muy guapa. Parece feliz.

martes, 24 de agosto de 2010

La perra lista

Esta es Narcisa; los niños la llaman "Narcisa, la perra lista". Ellos dicen que es lista porque comprende la palabra "paseo" o "toma", porque levanta las orejas cuando hablamos de ella.
Yo admiro su capacidad para ser feliz.
Tiene un pasado triste; seguro que lo tiene porque la adoptamos cuando tenía más de un año. La habían enviado a Madrid desde una perrera de Extremadura donde la habían encontrado vagando. Es muy guapa, pero intuyo que no debe de ser la cazadora que alguien esperaba que fuera, porque llora y se esconde cuando escucha un petardo.
Pero Narcisa convive con ese pasado y es feliz con su presente. No mendiga caricias; las pide abiertamente cuando se pone panza arriba, pero en seguida se recompone si ve que ese momento no es el apropiado para mimos. Y no creo que nunca se sienta fea, gorda, flaca... es más lista que todo eso y se acepta como es. No pierde la oportunidad de darse un buen atracón sin preocuparse de la línea. Se tumba al sol y ve pasar las moscas y, solo cuando le apetece, se levanta, se despereza y entonces va tras ella como si su sustento dependiera de la carnecilla escasa del insecto.
Es precioso verla correr por el campo. No persigue nada, no sigue ningún camino en particular; va y viene, se pierde de vista durante un buen rato y vuelve cuando quiere, con la piel arañada por las zarzas, jadeante y yo creo que feliz. No sabemos qué rastro sigue, qué busca si busca algo. Corre muy deprisa, a veces en línea recta, saltando por entre las jaras. Se debe de ir muy lejos porque no podemos alcanzarla con los ojos y no atiende a las llamadas.
Pero siempre vuelve. Vuelve porque quiere volver. Quizá por eso es lista; quizá por eso me parece que es feliz.

lunes, 23 de agosto de 2010

¡¡Precaución. Palabras mentirosas!!

Me gustan las palabras. Ya está dicho.
Me obsesionan a veces. Busco las que mejor suenan, las que me traen recuerdos, las que evocan un olor sin ser el olor mismo. Digo campana, y como Humbert Humbert al pronunciar el nombre de su Lolita amada, mantengo los labios pegados mientras pronuncio la m y los abro de manera un poco explosiva buscando la p y el sonido de la campana de la catedral; en este caso la palabra es la campana.
Otras veces, examino la palabra del derecho y del revés y resulta que no está a la altura de lo que describe. No me digáis que la j de mujer no suena un poco demasiado j, casi como si arañara. Qué diferencia con ese mulier que acaricia en la boca mientras se pronuncia.
A lo que iba, que me enrollo y no acabo de decir lo que traía en la cabeza. Pensaba antes de levantarme en mi propia situación: estoy parada. No tengo trabajo. ¿Estoy parada?
Pero qué va, nada más lejos de la realidad. La cabeza me bulle, el cuerpo corre, las tripas se enroscan sin descanso; leo, pienso, paseo, hablo, plancho, escribo, hago albóndigas y puré de verduras, quito las malas hierbas, visito librerías.
¿Quién fue el que decidió que alguien sin trabajo debía ser humillado diciendo que estaba en paro o parado?
Y a veces, si no tenemos cuidado, vamos dejando que las palabras nos definan, aceptamos el rol que llevan implícito.
Aunque hay algunas que me gustan mucho, me levanto en rebelión contra las palabras mentirosas.
Me declaro insumisa.

p.d. Por cierto, gracias a Inmaculada por llamar a las cosas por su nombre; me refiero a esa manía que tienen algunas mujeres de llamar a su ropa interior "braguitas" cuando está claro que el cuerpo de mujer que cubren no atiende al diminutivo. Ni falta que hace.

domingo, 22 de agosto de 2010

Precariedad

Estoy intentando aprender a vivir con menos de lo que tengo. También podría decir que estoy desaprendiendo a necesitar tantas cosas que no me hacen feliz.
Todo empezó con una amiga que mantiene la premisa de que por cada cosa nueva que se compra debe regalar o tirar alguna de las que posee. Yo, intentando que la propuesta me fuera más favorable le preguntaba si era posible cambiar unas bragas viejas por una camisa nueva. Ella se ríe pero se pone sería, "no, se trata de que hagas el sacrificio de apartar de ti algo que te gusta, algo que es bonito, que es valioso pero que merece la pena sacrificar para meter algo nuevo en tu armario o en tu biblioteca o en tu vida".
La escucho aunque hago que no la tomo en serio (muchas veces hago eso cuando no sé qué decir). Rebusco en el armario y saco dos o tres vestidos que no me puse nunca y decido que puedo regalarlos sin mucho aspaviento, pero soy incapaz de renunciar a nosécuántos zapatos de tacón que compré pensando en el "por si acaso" que nunca llegó: no sé caminar con tacones, no van con mi vida, con mi estilo ni con la estatura de mis amigos. Los miro y los miro; joé, son preciosos, me harían unas piernas estupendas si me los pusiera.
Y miro en la biblioteca; el tema aún es peor si cabe. Empiezo a pensar que una amiga no es tan buena como parece si me hace tener que dar tantas vueltas a todo. Cada libro que tengo forma parte de mí, incluso los que nunca leí pero compré con la ilusión de que me hicieran un poco más lista más interesante más imprescindible. Los que no me gustaron los guardo por respeto al escritor que se tomó su tiempo en ir colocando palabra tras palabra durante cientos de páginas que no llegaron a rozarme... y por si acaso algún día siento la necesidad de releerlos y reconciliarme con ellos.

Pero de pronto, hay un día en que los libros, los vestidos, los zapatos me empiezan a pesar como una losa. Renuncio a llevar pendientes como quien renuncia a dios a pesar de tener docenas de ellos. Y pienso, si los vaqueros tardan tanto en desgastarse, ¿cómo es posible que los haya ido comprando nuevos cada temporada sin haberme ido desprendiendo de uno sólo de los más antiguos? Ah, ya, los guardé porque las modas vuelven y cualquier día vuelvo a plantarme los de cintura alta o los de pata ancha. "Pero si nunca te sentiste a gusto dentro de ellos" me digo como Pepito Grillo.
Me voy dando cuenta a trompicones de que he ido aprendiendo a vivir con mucho más de lo que necesitaba y que es el momento de hacer, al fin, el camino inverso; que no he sido más feliz por tenerlo todo. Que precisamente eso me quitó las ganas de luchar por algo nuevo, por algo mejor. Me quitó las ganas de luchar por ser yo. Que me ponía los zapatos, los vestidos, los pendientes y me echaba en alguno de los muchos bolsos un libro y salía así, como si fuera feliz a comerme el mundo. Puedo jurar que no me he llevado ningún atracón.

Tengo que dejaros en un momento, tengo mucho mucho que meter en bolsas y regalar a los amigos o llevar a la Iglesia del Ejército de Salvación.
Quiero perder peso en el petate... y probar a volar.

sábado, 21 de agosto de 2010

De paso

Te pesa el peso en la espalda.
Pises por donde pises
pisas donde alguien pisó.
Buscas un camino nuevo.
El arcoiris está cerca
del infierno.
Pases por donde pases
pasas por donde alguien pasó.

Manos frías y pies fríos,
tripas hechas un ovillo.
La mente rara,
el corazón alerta.
Piensas lo que nadie pensó
que pudieras pensar.
Saltas al vacío;
matarse o volar.
A veces volar hace más daño
a los que pisan el camino
que no quieres pisar.
Te hueles las manos vacías
que empiezan a oler a amor.

Te posas
un instante
en otra piel
en otros ojos.
Paladeas
otro aliento y sientes
que estás vivo.
Las palabras que murieron
en tu boca
hace siglos
piden paso. Y pasan.
Y pueden ayudarte a volar.

El amor mueve el mundo

Todos los dioses ausentes de mi vida me libren de afirmar que ésto es válido para aquellos que pasan hambre, que temen por sus vidas o las de sus hijos, los que cada día se levantan a esperar la muerte o los que vuelan de una punta a otra del mundo en busca del dinero que enriquezca sus vidas cada vez más pobres. Pero aquí, ahora, en nuestra sociedad de más o menos bienestar, de casas con estufas o calefacción central, el amor lo mueve todo.
Sólo somos para que nos quieran. Avanzamos a latidos. Si nos aman nos sentimos fuertes, capaces de caminar por la nieve. Hablamos de encontrar trabajo, de invertir en bolsa, de ahorrar para las vacaciones, de las primarias en Madrid, de empezar a practicar algún deporte que nos haga sudar, de retomar los estudios o aprender a tocar el piano pero como dijo san Pablo, al que por otra parte no llegué a conocer, "si no tengo amor no soy nada". Abrimos los ojos o nos los abren a bofetadas y de pronto nos vemos solos en mitad de la multitud y nos quedamos parados, aterrados esperando que alguien nos tome de la mano y sintamos que fluye una energía que se parece tanto al amor que con toda probabilidad lo es.
No dudes; no te detengas. No te estanques. No pongas punto muerto para que tu vida se deslice cuesta abajo por la fuerza de la inercia. Puedes vivir más de una vida en el tiempo que te toque de estar por aquí; no te conformes. Sólo necesitas un poco de amor para comerte el mundo que amenaza con devorarte.

Me he puesto tan "mística" en esta primera entrada, que miedo me da afrontar la segunda. No me dejes sola porque lo que quiero es estar contigo, que me sigas leyendo; quiero compartir contigo lo que siento.
La vida es sueño aunque parezca verdad.