Martes
Cuando ya he superado la cuesta arriba, cuando ha pasado el miedo a fracasar en esa carrera con un pronunciado desnivel en la que no se ve dónde está el final y no se puede una girar para ver el principio porque se puede perder pie, llega el momento del deleite. El placer de dejarse casi llevar; tensar los cuádriceps y disfrutar, por fin, de las vistas, de la bajada, de la respiración sencilla. El corazón, de vuelta a su estable letanía, olvida que minutos antes era un campaneo furioso dentro de mi pecho sudoroso, y se recrea mirando las encinas a los lejos, la roca de granito convertida por mi capricho en camaleón petrificado en el momento de lanzar la lengua hacia una mosca.

El primer pensamiento: "que no esté roto, que no esté roto".
El segundo, casi simultáneo, que la caída y el revolcón no sean metáforas de nada.
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