Martes
Cuando ya he superado la cuesta arriba, cuando ha pasado el miedo a fracasar en esa carrera con un pronunciado desnivel en la que no se ve dónde está el final y no se puede una girar para ver el principio porque se puede perder pie, llega el momento del deleite. El placer de dejarse casi llevar; tensar los cuádriceps y disfrutar, por fin, de las vistas, de la bajada, de la respiración sencilla. El corazón, de vuelta a su estable letanía, olvida que minutos antes era un campaneo furioso dentro de mi pecho sudoroso, y se recrea mirando las encinas a los lejos, la roca de granito convertida por mi capricho en camaleón petrificado en el momento de lanzar la lengua hacia una mosca.
A punto de cantar victoria un día más; un día menos de tener que demostrar que puedo subir antes de bajar. Y entonces, la traición, el canto que hace que mi paso se tambalee. Ya no hay deleite, hay precipitación; like a rolling stone paseo mi cuerpo por el suelo. Mi cuerpo derrapa sin pedirme permiso, olvidado de que todo fue esfuerzo de la mente, que él solo no hubiera podido cumplir el objetivo.
El primer pensamiento: "que no esté roto, que no esté roto".
El segundo, casi simultáneo, que la caída y el revolcón no sean metáforas de nada.
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