jueves, 16 de abril de 2015

BAJAR DE LAS ALTURAS



Me ha dicho hace un rato Carmina, la de la taquilla, que no se había vendido ni una entrada para la función de las siete, que entre la lluvia y que era la final entre el Manchester y el no sé quién, que la gente había decidido dejar el circo para otro día. Y como aunque me había pintado ya los ojos de purpurina y sombra malva imitando una mariposa, aún no me había puesto el  traje de plumas y lentejuelas en el que me cuesta casi tanto enfundarme como después de cada función salir de él (tanto que cuando cojo algún kilo de más tengo que pedir ayuda a las caballistas para que me lo que me unten de vaselina y me lo vayan despegando de la piel con delicadeza; con delicadeza para no rasgar el vestido, se entiende, que la piel la tengo como mi madre, más dura que la de los gorrinos), me dije que hoy era un buen día para empezar a hacer turismo y conocer algo de esos mundos de dios, que en con el circo ya habré dado la vuelta al mundo, pero lo que es mundo no he visto. Sin quitarme el maquillaje de los ojos ni deshacerme el moño, me he puesto unos pantalones de pana que me quedan un poco grandes porque los he heredado de la domadora de elefantes que murió el mes pasado. Ella siempre me lo decía "cariño, si alguna vez me pasa algo, toda la ropa para ti", y es que ella tenía un arcón de madera muy grande lleno de ropa bonita que se había comprado cuando estaba casada con el doctor ese que opera a las personas para que estén más guapas "todo un manitas en el quirófano, querida, pero un manazas en la cama, que si he tenido un orgasmo alguna vez ya se me ha olvidado. Mira, los hombres tan listos, que han estudiado tanto, no saben de las cosas importantes de la vida, porque eso no está en los libros". Yo no sé si ella tenía razón o no, pero el caso es que con cuarenta años se divorció del cirujano y se marchó con el jefe de pista de un circo que estaba en su ciudad; cogió un espejo de cuerpo entero, su baúl lleno de ropa y la cafetera "qué quieres que te diga, me había costado un dineral y hace un café estupendo. Además, él siempre toma descafeinado de sobre con leche desnatada, lo más parecido al agua de charco, digo yo, pero a él es lo que le gusta, así que ni habrá notado que me la he llevado. A lo mejor ni se ha dado cuenta de que me he ido". Ahora toda la ropa de la domadora es mía, el baúl se lo hemos dejado a los elefantes como comedero y la cafetera es de Carmina, que era su mejor amiga y siempre desayunaban juntas. También  dormían juntas y ahora le echa mucho de menos, por eso le he regalado una bolsa de agua caliente para que no se le queden los pies fríos en la cama. "Jessi, hoy vamos a quedarnos más solos que la una. Debe de ser por la lluvia o por el partido de fútbol ese que dan por la tele. No he vendido ni una entrada. Te advierto que yo, feliz, que ni he salido por ahí a repartir vales con descuento, que me ha bajado la regla y me voy a meter en la cama con la bolsita de agua bien caliente. No sabes cuánto la uso. Gracias, amor". Pues eso, me he puesto los pantalones de raya diplomática, una camisa e seda fucsia y una gabardina, porque la verdad, frío no hace aunque esté lloviendo tanto y me he ido a ver París. Dicen que es la ciudad del amor, pero como Marcelo andaba enredado preparando los números nuevos que quiere que hagamos en el trapecio, me he ido sola. Siempre hacemos así, él los ensaya mil veces en su cabeza hasta que está seguro de que vamos a poder hacerlos colgados a veinte metros sobre el suelo sin correr peligro. "Chiquitina, tú no me quites el ojo, ese es todo el truco; si hay que esperar un poco más para saltar, se espera. El caso es que tú me veas todo el tiempo y sepas cuando estoy lo suficientemente cerca para cogerte, que no quiero que te pase nada, chiquitina, que eres mi chiquitina". Siempre me llama chiquitina, pero yo soy normal, como cualquier mujer, solo que con las tetas pequeñas; él tampoco es más alto que cualquier otro hombre, pero tiene las manos enormes y los brazos tan fuertes como las patas de los caballos.
       
  Y aquí estoy ahora, en el segundo piso de la torre de hierro.

He subido por las escaleras  y la vista es maravillosa. Nunca había estado tan arriba. Soy feliz. Estoy tan alta que puedo verlo todo: el río, los tejados de las casas, una pareja de novios haciéndose fotos en la explanada de abajo, al vendedor de globos. Incluso me parece que veo a Marcelo llevándome agarrada de la cintura. Sin duda es él, porque se le ven las mallas verde saltamontes por debajo del abrigo; le habrá pasado como a mí, que se ha dado cuenta en el último minuto de que iba a tener la tarde libre. Y yo, no parezco yo, me he puesto muy elegante pero debo de estar mojándome los pies con ese vestidito tan corto y los zapatos de tacón; sin gabardina ni paraguas.
         Aquí en lo alto y allá abajo. Estoy en todas partes pero no sé dónde estoy. Parece mentira que una trapecista pueda marearse con la altura. Arriba y abajo; en dos sitios a la vez. Sola y con Marcelo. Marcelo es Marcelo y yo no sé quién soy. Tenía que haberme metido en la cama como Carmina, que no está el día para aguachinarse; mañana hay dos funciones y Marcelo querrá que ensayemos también los números nuevos. Marcelo está ahí abajo agarrándome de la cintura.

Yo tengo ganas de saltar.

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