Te has tirado al suelo y eso no me parece ni medio justo.
Estamos en el pasillo del centro comercial a medio camino
entre la ropa interior de señora y los complementos para bebés; entre bragas y
biberones para que me entiendas, y así, sin venir mucho a cuento, te has tirado
al suelo y te has puesto a llorar como si te estuviera agujereando con un
tenedor.
Te quiero mucho; creo que te quiero, que voy aprendiendo a
quererte, pero de pronto te veo así y tengo ganas de salir corriendo. No te
reconozco. Nos gusta jugar juntos en la bañera y echarnos por la cabeza agua
con tus vasos de plástico de colores, dormimos la siesta abrazados pero cuando
te pones así no comprendo nada.
Estábamos haciendo la compra, tranquilos, haciendo que la
rutina se convirtiera un poco en un juego:
- Toma cariño, lleva el jamón hasta el carrito. A ver si
llegas. De puntillas y.... síiii, mi chicarrón lo ha conseguido. ¿Buscamos
ahora los quesitos?
Y tú, muy serio, como si tu ayuda fuera imprescindible. Como
si yo no hubiera sido nunca nada sin ti.
Te equivocas y no coges la marca de quesitos de siempre:
- No, mira estos son los que te gustan; esos son los que
comen las señoras gooordas cuando no quieren engordar más.
- Tonta.
Me has llamado tonta. Me siento fea con esta coleta
entreverada de canas y estoy cansada y no relleno los vaqueros como antes. Soy madre,
joder, me justifico delante del espejo que ya no es más el espejito mágico que
me decía "tú eres la más bella, mi señora". Pero no, tonta no soy
aunque a veces finja que lo soy un poco cuando hablo contigo. Cómo es posible
que un enano se crea tan listo y tenga tanto poder sobre mí.
- A mamá se la llama tonta?
Vale, te he gritado un poco, pero tu reacción es exagerada.
Has salido corriendo y tentada he estado de hacerme la loca y seguir mi camino
como si no te conociera. Y ahora aquí estamos, entre los sujetadores y las
tetinas; tú tirado en el suelo gritando y pataleando y yo al borde del abismo.
Acercarme a ti y tratar de tranquilizarte no servirá de nada, ya lo sé por
otras veces. Se te pasará el berrinche de repente, igual que te vino. Pero hoy
estoy más cansada, y tengo más canas y me suenan las tripas.
- Cariño, ya...
Y me largas una patada con tus botitas tiesas que favorecen
la buena formación del pie. Esto, ya sabes no se lo consentiría a nadie. Saco
el teléfono para compartir este momento:
- Tu hijo, que vuelve a estar poseído en mitad del Corte
Inglés.
Paciencia, me dice tu padre. Paciencia. Si no tuviera
paciencia te habría tirado por una ventana alguno de los días que me vomitaste
el puré encima después de haber estado peleando una hora para que te lo
comieras. O cuando llorabas al posarte en la cuna después de un buen rato de
mecerte en brazos y parecías profundamente dormido. Me duelen los brazos de
tanto consolarte; y todo el cuerpo de consolar a tu padre cuando llega de
trabajar.
Yo era una mujer normal. Una mujer feliz; me reía por
cualquier cosa. Pero esto no tiene nada de gracia.
- Ya está ¿eh? Esto no tiene nada de gracia.
Y sigues llorando. Eres mucho más fuerte que yo. Más
resistente. Intento el soborno:
- Te compro un huevo kinder, ¿vale?
Me miras; me has mirado sin una sola lágrima y has seguido
berreando. Ese aullido que no sé de qué parte de tu cuerpo sale pero parece
interminable. La gente nos mira; a ti con ojitos de ternura y a mí con gesto de
mala leche, como si sospecharan que te estoy torturando. Ya no puedo más, amor.
Te cojo de una muñeca y te llevo a rastras hasta el carro; mañana en la
guardería volverán a preguntarme que cómo te has hecho esos moratones en la
mano. Te meto en el carro con el jamón y los quesitos de la discordia. Me
sueltas unas cuantas patadas más mientras rebusco entre la compra y por fin
saco el test de embarazo que pensaba hacerme esta noche; un hermanito, te diría
dentro de unos meses, vas a tener un hermanito o hermanita para jugar. Dejo la
caja del predíctor entre los yogures y las natillas. En cuanto encuentre un
rato pido a Goyi que me acompañe. A tu padre, de esto, ni una palabra.
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