SOÑAR CON BRUCE
Anoche soñé con Bruce Springsteen. Desde 1988 que le vi en
el Camp Nou, he soñado con él muchas veces. Al principio sólo de vez en cuando,
sin que hubiera ocurrido nada durante el día que me lo recordara, él aparecía
con sus pantalones vaqueros y una camisa con las mangas recogidas casi hasta
los hombros. Solía haber mucha gente, como si fuera uno de sus conciertos, y
entonces él me miraba, me hacía un gesto con la mano y cuando me acercaba me
cogía en brazos. Sólo eso, me cogía en brazos como se recoge a una niña que se
ha caído por las escaleras al bajar corriendo hacia la escuela y se siente
dolorida y humillada delante de sus amigas. No recuerdo cómo seguían esos
sueños, pero sí que me despertaba siempre reconfortada, con los pies calientes
y el corazón contento.
Desde hace
aproximadamente un año sueño con Bruce cada noche de sábado. Si me hicieran
ahora mismo una encuesta y me preguntaran con qué frecuencia hago el amor,
contabilizaría esos sueños y respondería que al menos una vez a la semana. No
tengo conciencia de si hay sexo entre él y yo, pero sí lo vivo como una de las
experiencias más placenteras de la semana. Con el tiempo he aprendido a
anticipar ese placer a la vigilia previa y así, no consigo nunca ver cómo
acaban las películas del sábado por la noche; me meto tan pronto como puedo en
la cama, me abrazo a la almohada y me hago un ovillo bajo el edredón. Tengo
comprobado que en verano sueño peor y ya he descubierto que es porque no siento
el peso de la colcha encima, así es que, haga el calor que haga, los sábados
toca abrigarse y sudar para que el encuentro con Bruce sea tan bueno como el
mejor abrazo. Mi marido no sospecha nada, claro; se limita a poner caras largas
cuando me ve irme a las diez y media a la cama y a tirar de las mantas cuando
se acuesta. Tampoco yo le he dicho nada; qué le iba a decir. Somos felices,
dormimos juntos, tenemos un sexo con calificación de notable y dos niños listos
guapos sanos y cariñosos. Yo misma tendría envidia de una familia así si la
viera a la hora del aperitivo en una terraza. Y si no formara parte de ella.
Bruce es mi capricho,
mi secreto, el hombre que me hace sentir especial entre tantas madres iguales a
mí cuando voy a recoger a los niños a la puerta del colegio. El es mi aventura;
es de esas cosas que nunca llegas a confesar a nadie porque perderían parte de
su encanto. O porque te harían sentir bien tonta.
Hoy es viernes y mañana
será sábado. Creo que sólo eso me da fuerzas para aguantar con una sonrisa la
estancia en este hotel austero antiguo familiar rancio, a sólo diez minutos en
coche de las mejores pistas de esquí del país según la clasificación de no sé
qué revista sobre el tema. Si no tuviera todo el cuerpo dolorido después de
tantas caídas y tantas magulladuras sufridas a lo largo de los años en otras
pistas, en otros paisajes, en otros intentos por ser feliz yo también subiría
cada mañana a esquiar y no me sentiría tan sola en el hotel vacio. En estos
tres días lo he intentado de todas las maneras: me he puesto el mono rojo que
dice fru fru frú cada vez que entro en el comedor con mis piernas un poco
demasiado gordas que hacen música al andar. Fru fru frú digo yo como quien dice
buenos días. Fru fru frú me contestan todos los inquilinos madrugadores que no
quieren perderse ni un minuto de esquí.
Y a los niños se les
hace la boca más grande. Se les llena de sonrisas y de palabras.
- ¡Qué bien, hoy viene
mami con nosotros! ¿Verdad, verdad?
- ¿Vas a esquiar hoy?
Yo te acompaño por las pistas azules, mami. No tengas miedo
- No tiene miedo, es
que le duelen las rodillas.
- ¿Te duelen las
rodillas, mami?
Y no me atrevo a
decirles que odio el crujir de la nieve bajo mis pies, que las laderas blancas
se parecen a las de mis pesadillas.
Subo a las pistas, por
subir. Por no volver a excusarme, por no ser la que agua todas las fiestas
aunque el clavo que llevo en el fémur se ha vuelto tan pesado como la barriga
de una gata a punto de parir. También me pesa el desayuno, demasiado copioso si
no es para hacer ejercicio, y demasiado contundente como para empezar a
moverme. Lo mire por donde lo mire, me he equivocado con los huevos y el
beicon. Me siento tan torpe, es tanta la carga que las botas se me traban con
la impaciencia y antes de ponerme los esquís ya me he caído dos veces.
- ¿Te has hecho daño?
- Yo te ayudo a
levantarte, mami.
El clavo se vuelve de
plomo y las tripas se me suben a la boca.
- No es nada, ya estoy.
Y ya estoy al borde de
la ladera, mirando hacia abajo. A punto de matarme. De morir de miedo. Los
recuerdos de otras caídas pegados, como el frío, en la mandíbula inferior. Ni
yo reconocería mi voz.
- No bajo.
No puedo bajar.
- No puedo bajar.
Me quito los esquíes y
siento que la nieve se ríe bajo las botas.
La mañana se hace aún
más larga en la cafetería a pie de pistas, mirando a la gente deslizarse con el
recuerdo de las lágrimas en los ojos ya húmedos para el resto del día, y el
culo frío, empapado, humillado después de haberse restregado cuesta abajo por
la nieve para ponerme a salvo. Sana y salva. Una mierda. Dolorida, ya lo dije;
humillada. Una mierda, así es como me siento. Así es este viaje al que no
debería haber venido.
- Si no vienes tú no
hubiéramos venido ninguno. No digas tonterías. Lo has intentado. La próxima vez
lo conseguirás.
Trata de consolarme
delante de los niños pero ellos están al flan y a las natillas.
- No va a haber próxima
vez.
- Eso como tú quieras,
pero yo estoy feliz de que estés aquí. Con nosotros.
Con vosotros. Con
agujetas. Con un relajante muscular y un Lesatín en la mesilla para poder
dormir. Y el sábado por la noche con Bruce, que no me verá cansada de la nieve
y del miedo; me cogerá en sus brazos y volaremos como si nadásemos. Pero no
digo nada de eso. Nunca le digo nada de eso ni de muchas otras cosas que
quisiera hacer o dejar de hacer; nada que le haga daño. El marido perfecto; la
pareja perfecta. No seré yo la que rompa el sueño.
No serás tú la que
rompa el sueño, si acaso, con el tiempo, los sueños te romperán a ti en trocitos
si no pones remedio. Si no empiezas a vivir en el mundo real.
Pero hoy, sábado por la
mañana, es el momento de soñar. Los niños han ido corriendo a buscarte a la
habitación bien temprano aunque ya les habías avisado de que no subirías a las
pistas. Entran como una avalancha.
- A qué no sabes quién
está en el hotel.
- Mami, mami. Hemos
visto a Brus Spristín.
- Imbécil, ¿por qué se
lo dices? Tenía que ser una sorpresa.
Y vaya si lo es: la
sorpresa de tu vida. Por primera vez en estos días piensas que habéis hecho
bien en reservar en el mejor hotel de la mejor estación con la mejor nieve.
Donde cualquiera quisiera estar; incluso un cantante famoso en busca de un poco
de anonimato amparado por la intimidad del pasamontañas y las gafas gigantescas
que protegen de la ventisca y de las miradas indiscretas.
Te da tiempo a
ahuecarte el pelo y a esponjar las alas por si tienes que echar a volar.
Lo ves primero de
espaldas. Parece Bruce. Viste como Bruce. Huele como debería de oler Bruce pero
su acento gallego no te cuadra cuando le oyes hablar con unas chicas que le
están haciendo fotos.
Podría ser pero no es.
Y a veces las imitaciones, por más buenas que sean, no valen. Pueden servir
para hacer anuncios, para hacerse fotos junto a ellas pero no para que la vida
deje de ser una mierda.
- Hoy tampoco subo. Si
sale el sol saldré a dar un paseo por aquí.
- Lo que tú digas. No
sé para qué hemos venido si no pensabas esquiar.
"Y qué", le
vas a contestar. "¿Acaso no hemos venido porque eras tú el que querías
venir, el que quería esquiar, el que quería enseñarles a los niños cómo pasarlo
bien en familia, el que quería hacerle kilómetros al coche nuevo?" Les das un beso y te vas sin decir nada.
Sales a pasear. Cruzas
la carretera en busca de un camino que te ayude a ordenar las ideas. No vas a
ningún sitio; la nieve ha borrado todos los senderos. Y te gusta pensar que esa
es una metáfora de tu vida: pasos que no te llevan a ningún lugar, confundida
siempre en las encrucijadas. Caminas dejando tu huella en la nieve virgen, sin
cruzarte con nadie y sin nadie que te siga. Y le ves.
Ahora sí es él.
- I was waiting for
you- te dice.
Por fin alguien que te
espera. Tu sueño estaba soñándote.
- Perdona si he
tardado; es que no sabía que estabas aquí.
Está muy guapo; lleva
el pelo desordenado y un chaleco de cuero encima de la camisa remangada. Te
atreves a enredar los dedos en su pelo; es él. "Come closer", te
dice, y aunque no entiendes el inglés, sabes que está diciendo que te quiere
sentir aún más cerca.
Te sientas en una
piedra que asoma, tímida, entre la nieve que sigue riéndose, como siempre, bajo
tus pies. "Aún más cerca; conmigo. Más cerca. Sobre mí, para que no tengas
frío".
No se ve el sol. No se
ve nada, pero en los sueños no hace falta luz.
Para que el sueño
continúe debes quedarte dormida. Te arrebujas y piensas en dormir. "Es
sábado, -te dices-; es nuestra noche. La noche más dulce".
Esta vez es todo real.
Bruce ha soñado contigo.
Por fin.