viernes, 7 de diciembre de 2012


SOÑAR CON BRUCE

Anoche soñé con Bruce Springsteen. Desde 1988 que le vi en el Camp Nou, he soñado con él muchas veces. Al principio sólo de vez en cuando, sin que hubiera ocurrido nada durante el día que me lo recordara, él aparecía con sus pantalones vaqueros y una camisa con las mangas recogidas casi hasta los hombros. Solía haber mucha gente, como si fuera uno de sus conciertos, y entonces él me miraba, me hacía un gesto con la mano y cuando me acercaba me cogía en brazos. Sólo eso, me cogía en brazos como se recoge a una niña que se ha caído por las escaleras al bajar corriendo hacia la escuela y se siente dolorida y humillada delante de sus amigas. No recuerdo cómo seguían esos sueños, pero sí que me despertaba siempre reconfortada, con los pies calientes y el corazón contento.
Desde hace aproximadamente un año sueño con Bruce cada noche de sábado. Si me hicieran ahora mismo una encuesta y me preguntaran con qué frecuencia hago el amor, contabilizaría esos sueños y respondería que al menos una vez a la semana. No tengo conciencia de si hay sexo entre él y yo, pero sí lo vivo como una de las experiencias más placenteras de la semana. Con el tiempo he aprendido a anticipar ese placer a la vigilia previa y así, no consigo nunca ver cómo acaban las películas del sábado por la noche; me meto tan pronto como puedo en la cama, me abrazo a la almohada y me hago un ovillo bajo el edredón. Tengo comprobado que en verano sueño peor y ya he descubierto que es porque no siento el peso de la colcha encima, así es que, haga el calor que haga, los sábados toca abrigarse y sudar para que el encuentro con Bruce sea tan bueno como el mejor abrazo. Mi marido no sospecha nada, claro; se limita a poner caras largas cuando me ve irme a las diez y media a la cama y a tirar de las mantas cuando se acuesta. Tampoco yo le he dicho nada; qué le iba a decir. Somos felices, dormimos juntos, tenemos un sexo con calificación de notable y dos niños listos guapos sanos y cariñosos. Yo misma tendría envidia de una familia así si la viera a la hora del aperitivo en una terraza. Y si no formara parte de ella.
Bruce es mi capricho, mi secreto, el hombre que me hace sentir especial entre tantas madres iguales a mí cuando voy a recoger a los niños a la puerta del colegio. El es mi aventura; es de esas cosas que nunca llegas a confesar a nadie porque perderían parte de su encanto. O porque te harían sentir bien tonta.
Hoy es viernes y mañana será sábado. Creo que sólo eso me da fuerzas para aguantar con una sonrisa la estancia en este hotel austero antiguo familiar rancio, a sólo diez minutos en coche de las mejores pistas de esquí del país según la clasificación de no sé qué revista sobre el tema. Si no tuviera todo el cuerpo dolorido después de tantas caídas y tantas magulladuras sufridas a lo largo de los años en otras pistas, en otros paisajes, en otros intentos por ser feliz yo también subiría cada mañana a esquiar y no me sentiría tan sola en el hotel vacio. En estos tres días lo he intentado de todas las maneras: me he puesto el mono rojo que dice fru fru frú cada vez que entro en el comedor con mis piernas un poco demasiado gordas que hacen música al andar. Fru fru frú digo yo como quien dice buenos días. Fru fru frú me contestan todos los inquilinos madrugadores que no quieren perderse ni un minuto de esquí.
Y a los niños se les hace la boca más grande. Se les llena de sonrisas y de palabras.

- ¡Qué bien, hoy viene mami con nosotros! ¿Verdad, verdad?
- ¿Vas a esquiar hoy? Yo te acompaño por las pistas azules, mami. No tengas miedo
- No tiene miedo, es que le duelen las rodillas.
- ¿Te duelen las rodillas, mami?

Y no me atrevo a decirles que odio el crujir de la nieve bajo mis pies, que las laderas blancas se parecen a las de mis pesadillas.
Subo a las pistas, por subir. Por no volver a excusarme, por no ser la que agua todas las fiestas aunque el clavo que llevo en el fémur se ha vuelto tan pesado como la barriga de una gata a punto de parir. También me pesa el desayuno, demasiado copioso si no es para hacer ejercicio, y demasiado contundente como para empezar a moverme. Lo mire por donde lo mire, me he equivocado con los huevos y el beicon. Me siento tan torpe, es tanta la carga que las botas se me traban con la impaciencia y antes de ponerme los esquís ya me he caído dos veces.

- ¿Te has hecho daño?
- Yo te ayudo a levantarte, mami.

El clavo se vuelve de plomo y las tripas se me suben a la boca.

- No es nada, ya estoy.

Y ya estoy al borde de la ladera, mirando hacia abajo. A punto de matarme. De morir de miedo. Los recuerdos de otras caídas pegados, como el frío, en la mandíbula inferior. Ni yo reconocería mi voz.

- No bajo.

No puedo bajar.

- No puedo bajar.

Me quito los esquíes y siento que la nieve se ríe bajo las botas.
La mañana se hace aún más larga en la cafetería a pie de pistas, mirando a la gente deslizarse con el recuerdo de las lágrimas en los ojos ya húmedos para el resto del día, y el culo frío, empapado, humillado después de haberse restregado cuesta abajo por la nieve para ponerme a salvo. Sana y salva. Una mierda. Dolorida, ya lo dije; humillada. Una mierda, así es como me siento. Así es este viaje al que no debería haber venido.

- No debería haber venido- digo durante la cena.
- Si no vienes tú no hubiéramos venido ninguno. No digas tonterías. Lo has intentado. La próxima vez lo conseguirás.

Trata de consolarme delante de los niños pero ellos están al flan y a las natillas.

- No va a haber próxima vez.
- Eso como tú quieras, pero yo estoy feliz de que estés aquí. Con nosotros.

Con vosotros. Con agujetas. Con un relajante muscular y un Lesatín en la mesilla para poder dormir. Y el sábado por la noche con Bruce, que no me verá cansada de la nieve y del miedo; me cogerá en sus brazos y volaremos como si nadásemos. Pero no digo nada de eso. Nunca le digo nada de eso ni de muchas otras cosas que quisiera hacer o dejar de hacer; nada que le haga daño. El marido perfecto; la pareja perfecta. No seré yo la que rompa el sueño.




No serás tú la que rompa el sueño, si acaso, con el tiempo, los sueños te romperán a ti en trocitos si no pones remedio. Si no empiezas a vivir en el mundo real.
Pero hoy, sábado por la mañana, es el momento de soñar. Los niños han ido corriendo a buscarte a la habitación bien temprano aunque ya les habías avisado de que no subirías a las pistas. Entran como una avalancha.

- A qué no sabes quién está en el hotel.
- Mami, mami. Hemos visto a Brus Spristín.
- Imbécil, ¿por qué se lo dices? Tenía que ser una sorpresa.

Y vaya si lo es: la sorpresa de tu vida. Por primera vez en estos días piensas que habéis hecho bien en reservar en el mejor hotel de la mejor estación con la mejor nieve. Donde cualquiera quisiera estar; incluso un cantante famoso en busca de un poco de anonimato amparado por la intimidad del pasamontañas y las gafas gigantescas que protegen de la ventisca y de las miradas indiscretas.
Te da tiempo a ahuecarte el pelo y a esponjar las alas por si tienes que echar a volar.
Lo ves primero de espaldas. Parece Bruce. Viste como Bruce. Huele como debería de oler Bruce pero su acento gallego no te cuadra cuando le oyes hablar con unas chicas que le están haciendo fotos.
Podría ser pero no es. Y a veces las imitaciones, por más buenas que sean, no valen. Pueden servir para hacer anuncios, para hacerse fotos junto a ellas pero no para que la vida deje de ser una mierda.

- Hoy tampoco subo. Si sale el sol saldré a dar un paseo por aquí.
- Lo que tú digas. No sé para qué hemos venido si no pensabas esquiar.

"Y qué", le vas a contestar. "¿Acaso no hemos venido porque eras tú el que querías venir, el que quería esquiar, el que quería enseñarles a los niños cómo pasarlo bien en familia, el que quería hacerle kilómetros al coche nuevo?"  Les das un beso y te vas sin decir nada.
Sales a pasear. Cruzas la carretera en busca de un camino que te ayude a ordenar las ideas. No vas a ningún sitio; la nieve ha borrado todos los senderos. Y te gusta pensar que esa es una metáfora de tu vida: pasos que no te llevan a ningún lugar, confundida siempre en las encrucijadas. Caminas dejando tu huella en la nieve virgen, sin cruzarte con nadie y sin nadie que te siga. Y le ves.
Ahora sí es él.

- I was waiting for you- te dice.

Por fin alguien que te espera. Tu sueño estaba soñándote.

- Perdona si he tardado; es que no sabía que estabas aquí.

Está muy guapo; lleva el pelo desordenado y un chaleco de cuero encima de la camisa remangada. Te atreves a enredar los dedos en su pelo; es él. "Come closer", te dice, y aunque no entiendes el inglés, sabes que está diciendo que te quiere sentir aún más cerca.
Te sientas en una piedra que asoma, tímida, entre la nieve que sigue riéndose, como siempre, bajo tus pies. "Aún más cerca; conmigo. Más cerca. Sobre mí, para que no tengas frío".
No se ve el sol. No se ve nada, pero en los sueños no hace falta luz.
Para que el sueño continúe debes quedarte dormida. Te arrebujas y piensas en dormir. "Es sábado, -te dices-; es nuestra noche. La noche más dulce".
Esta vez es todo real. Bruce ha soñado contigo.
Por fin.