En el mundillo de la música me envidiaban por mi olfato para descubrir nuevos talentos musicales y, en el mundo del dinero, el lujo y el poder era envidiado por todo y por todos. Recorría las calles de Detroit buscando caras fotogénicas, chicas negras con caderas como contrabajos y contrabajistas que quisieran abandonar su instrumento y cantar mientras chicas negras movían sus caderas como contrabajos. La América Blanca podía seguir pisoteando nuestros derechos, pero a la hora de bailar, los blanquitos se movían al ritmo que marcaban los negros de la Motown.
En general no resultaba muy difícil que los chicos dejaran sus ropas de negros de la calle y cambiaran las pelotas de baloncesto por pañuelos de seda; los brothers y las sisters de Detroit tenían hambre de gloria, popularidad y carne. Algunos de ellos, horteras desde la cuna, aprovechaban sus comisiones para comprarse trajes de pantalón acampanado y camisas de cuellos tan grandes como sus bocazas, pero lo de King JOhnson era excesivo.
King JOhnson era un negro escuálido y desgarbado aupado sobre unos zapatos blancos, el derecho con un alza enorme. Un día me contó que se había roto la pierna en tres pedazos cuando, con nueve años, se cayó del árbol desde el que espiaba a su hermano besándose con el hijo del abogado que defendía a su padre por intento de violación de una jovencita que era la sobrina o la querida de un mandamás de la empresa que fabricaba las agujas de los tocadiscos y que a pesar de las operaciones aquella pierna no creció más y se le quedó como era con nueve años.
Como te he dicho, todo era excesivo en King JOhnson; hablaba sin parar y follaba más que hablaba. A nadie le importaba que mandara fabricar un tacón gigantesco para su zapato derecho y que intentara disimular su cojera; a casi todos les fascinaba su andar tambaleante como si sus pies escribieran perpetuamente un rhythm and blues. Y era grande, muy grande. Y muy caprichoso. Y muy maricón. Aparecía en el escenario con el pantalón celeste tan ajustado que le partía los huevos y se los inflaba como un globo, sus zapatones blancos con alza dorada y sus gafas de sol hasta que las chicas de la primera fila le gritaban, le suplicaban que por favor, les dejara ver sus ojos.
- Queremos verte, King. Déjanos verte. Enséñanos los ojos.
Y entonces King les daba gusto como nadie más podría darles; se quitaba las gafas y mostraba sus ojos perfilados con lápiz como una Mata Hari negra y maricona; un éxtasis colectivo recorría la piel impoluta de las chicas y empezaban a perder la virginidad. Estaba guapo el cabrón, la verdad es que estaba guapo y los chicos y las chicas alcanzaban el orgasmo -oh, my Lord- y gritaban cachondos y la máquina de hacer dinero funcionaba a toda velocidad. Nunca los niñatos blancos se habían movido al ritmo que les marcábamos. Ni las Marvelettes ni las Supremes ni el lascivo Marvin Gaye; hasta entonces el soul era de negros, el blues era de negros, las caderas en balancín eran de negros, las piernas hechas un nudo eran de negros.
King JOhnson se hacía la manicura, se hacía limpiar el cutis con vapor, se ponía aceite de visón en el pelo... nada que no hicieran el resto de mis chicos y chicas en cuanto se veían con unos dólares en el bolsillo. Cantaban, ganaban dinero, se lo gastaban, cantaban y ganaban más dinero. Pero casi nunca abrían sus bocazas para rechistar. King JOhnson hablaba mucho y cantaba como los putos ángeles negros de esos que hacía poco había descubierto el tal Machín; y yo le quería por eso. Si dejaba de dar por culo le llevaría a Las Vegas y los dos nos emborracharíamos de oro.
Pero le tenía querencia a los niños blancos, a los jovencitos llenos de granos que a todo le decían que sí porque sus padres a todo les decían que no.
- Vas a joder tu carrera, King.
Y se reía. Se tocaba la piernecita derecha que cada día parecía más pequeña. El muy cabrón se reía porque era casi dios, -my Lord-, y me contaba que su pierna dejó de crecer cuando su padre le arreó una paliza y le pegó con la pala porque le había descubierto masturbándose entre las calabazas y aquella era su parte de Peter Pan y eso que me llevaba de ventaja porque siempre sería capaz de disfrutar como un niño y no sé qué más.
Un día se marchó y me dejó colgado con dos temas nuevos, “let me touch your soul” y “love in C”. Negocié con otros artistas pero jamás les dejé cantar aquellas canciones que estaban escritas para King, para la voz de King, para el balanceo imperfecto de los pies del Rey JOhnson y que tarareo a solas con mi piano y un Jack Daniels sin hielo.
Se había ido. Me dejó; aún no estaba muerto, pero de eso ya se encargaría el tiempo.